El máximo directivo de AISGE analiza la situación cultural española tras la subida del IVA y reprocha al Gobierno que, relegando el mundo de la creación a "productos de entretenimiento", ignore los tratados internacionales de la Unesco.
ABEL MARTÍN VILLAREJO
Director General de AISGE
Hablar de cultura con la que está cayendo se acerca a lo que comúnmente se supone que es un “ lujo asiático”. Pero no debería ser así en absoluto.
Durante todo el periodo democrático vigente ningún gobierno ha hecho gran cosa por la cultura, salvando alguna honrosa excepción. El actual Gobierno, sin embargo, está haciendo mucho por cargarse todo el sector cultural, lo que le diferencia de sus predecesores.
De poco vale, al parecer, hacer ver a los gobernantes que sus decisiones son descaradamente erráticas incluso para cumplir el fin en el que justificaban sus medidas. Ni la subida de impuestos es sinónimo de mayor recaudación tributaria ni tal subida ayudará a un sector golpeado de manera especial por la crisis económica en todas sus manifestaciones.
Tampoco la supresión de la compensación por copia privada –mal llamada “canon digital”– ha beneficiado en nada al consumidor, pues los precios de los aparatos con capacidad de grabación no han bajado. Sin embargo, se ha causado un daño extraordinario e injusto a todo el sector cultural, cuyo único e innecesario beneficiario ha resultado ser la industria tecnológica (multinacional), que factura en España entre 85.000 y 100.000 millones de euros al año. El Gobierno le hace el favor de condonar 115 millones, al tiempo que carga cinco millones en los Presupuestos Generales del Estado a cargo del bolsillo de todos los ciudadanos. Y de poco sirve que le digamos al Gobierno que no queremos que un daño privado lo compensen todos los ciudadanos por vía presupuestaria, sino quienes lo causan y se benefician. Esto es, la industria tecnológica.
Con esa forma de proceder, flaco servicio se presta a la democracia aparente o formal –no la real, que brilla por su ausencia– que conduce la vida política y social de nuestro país. La pléyade de eufemismos con la que han sembrado un discurso político para hacer algo diferente, o lo contrario de lo que se espera de cada representante del pueblo, así como la sucesión de términos coyunturales (no todos correctos, por cierto) no hacen más que eludir el problema de fondo e incidir en una desafección natural de la ciudadanía frente a “la clase política”, sus cuitas y frente a todo aquello que les sirve de amparo formal (la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico) para campar a sus anchas.
La actividad política se apoya esencialmente en ideas, conceptos y lenguaje. Esos tres elementos suelen formar una unidad, cuyo ideal sería la coherencia entre las ideas construidas a base de conceptos y expresadas mediante un lenguaje adecuado. Pero he aquí uno de los “quid” de la cuestión más importantes: se ha desarrollado la certeza de que los políticos mienten por sistema y para alcanzar sus metas utilizan un lenguaje que disfrace a su conveniencia la realidad de las cosas. En ese camino, la batalla de los conceptos y el lenguaje juega un papel decisivo. Ya lo advertía Pedro Salinas en su ensayo El defensor del lenguaje, donde denunciaba el efecto seductor de algunas palabras y eslóganes utilizados por ciertos políticos para asentar las bases de convicción de millones de votantes. Así sucedió, por ejemplo, con el “nuevo orden” prometido por el nacionalsocialismo hitleriano.
Pues bien, el lenguaje en cuanto vehículo privilegiado de comunicación puede ser utilizado con fines loables o viceversa. Hemos de advertir que la subida del IVA cultural y la derogación de la compensación por copia privada se han visto precedidos, en efecto, por un intento de cambio conceptual. Considerar, como ha hecho el ministro de Hacienda, que la cultura es entretenimiento ha sido el primer paso para sujetar a casi todo el sector bajo una actividad que no es la propia. Hacer extrapolación del sentido de entretenimiento anglosajón, o más concretamente estadounidense, con guiños ocurrentes a la futura “ley de mecenazgo” y a una (autodenominada por el Ministerio de Cultura) “cultura digital” constituye una clamorosa aberración que convendría desfacer, tanto por economía, como por salud mental y democrática. Si a partir de mañana a los elefantes les podemos denominar aeronaves por tener orejas similares a las de un avión, también será posible que alguna de nuestras abuelas, por fin, llegue a ser Obispo.
La cultura es mucho más que entretenimiento. El Gobierno parece haber confundido sus deseos con al realidad. A todo gobernante, en el fondo y desde el poder, le gustaría ver que la cultura solo cumple una de sus funciones: entretener al pueblo junto con otros espectáculos públicos como el circo, los toros y el deporte en general. Claro que la cultura puede entretener, pero no es solo entretenimiento ni desde el punto de vista conceptual, ni social, político o tributario.
La Cultura, ya sí con mayúsculas para separarla de otros conceptos vecinos, desde hace unos siglos es una de esas “palabras mayores” que se quieren y que se temen, como diría Serrat, por el político de turno. Las palabras mayores, jurídicamente hablando, aludían a mediados del siglo XVI a una serie de términos injuriosos (concretamente, “leproso”, “sodomítico”, “cornudo”, “traidor”, “hereje” y “puta”) cuya pronunciación pública referida a una persona obligaba a su autor a desdecirse y a “pechar con trescientos sueldos”. En otro sentido más reciente y actual, “palabras mayores” es una expresión que se refiere a la importancia de algo o la mayor seriedad o trascendencia de un tema respecto a lo que se pensó en un principio. Que cada cual se quede con la acepción que considere más adecuada para el caso que nos ocupa.
Se mire como se mire, no podemos hacer sinónimo entre cultura y entretenimiento. La cultura nos hace pensar, reflexionar, nos despierta la atención y hace críticos; es decir, produce demasiados efectos contraindicados frente al manual de lo políticamente correcto. Usar el lenguaje y los conceptos con tanta alegría, aun sabiendo que la buena fe se presume, nos debe mantener en guardia porque alguna “palabra mayor” está a punto de ser transmutada para cambiar la realidad que describe y que soporta. Cabría esperar en todo caso que fuera la Real Academia de la Lengua, y no el ministro de Hacienda, quien operase dicho cambio una vez constatado que su uso y la voluntad del pueblo hecha costumbre así lo determina.
Cristóbal Montoro habla de “estos eventos” y de “productos de entretenimiento”, ignorando de entrada los dos tratados internacionales sobre diversidad cultural de los que España es parte. Ambos instrumentos (de 2003 y 2005) fueron impulsados por la Unesco y ponen de relieve que las obras y demás expresiones culturales no son mera mercancía o un producto más, tal y como la OMC lo consideró una década anterior, sino que portan otros valores esenciales y diferentes a cualquier producto mercantil.
Tal vez no sea necesario ir tan lejos para apoyar nuestra tesis. Es obvia, sensata y justa, tal y como se espera que sea la norma jurídica que emane de la voluntad popular a través de sus representantes. Con otras palabras, mayores y cercanas, Miguel de Unamuno dejó sentado: “Solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe… Solo la cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura”.