Alfredo Landa lo demostró todo en la vida, como actor y como persona. El resultado: generaciones criadas bajo la sombra alargada de este señor con cara de bueno y geniudo, tan minucioso como un relojero para componer y con la mirada más conmovedora del cine español, junto con la de José Luis López Vázquez. Es un asco este río de muertos geniales de los últimos tiempos y este, su colofón. Porque Landa, más aún que actor vocacional, era estructuralmente actor. ¡Y qué actor! Dicen algunos que a pesar de aquel cine de los sesenta. Lo mejor de Landa es que nunca se ha avergonzado del “landismo”, que además de enriquecer el vocabulario es, mal que les pese a muchos, una radiografía exacta -por esperpéntica- de la historia de los estertores del franquismo. Había que tener huevos para meterse en aquellos engendrillos cinematográficos -por cierto, bien dirigidos- y no morir en el intento. Pero el tío, no sólo siguió adelante sino que cada vez era más brillante y profundo. Porque cuando un actor tiene esta talla, Damas y Caballeros del Público, Cómicos de la Escena y del Camino, es un poeta del espíritu. Sobra extenderse sobre sus más de cien títulos. Basta con que nos acompañe igual que hasta ahora y lamentar la pérdida del hombre, del marido, del padre, del amigo. Se ha ganado sus alas. Es nuestra familia. Toda España y la gran tribu de esto que es la Cultura y la Creación se quedan sin la carne y la sangre de uno de sus más destacados elementos. Salve, Alfredo, los que te quieren y han vivido por tus ojos, te recuerdan. Buen Viaje, ya vemos desde aquí cuanto resplandece tu estrella.